Agustí Roig
2004-10-12 11:24:18 UTC
Una parte del neofranquismo español (ahora travestido en "patriota
constitucional") anda alegre últimamente con las tesis de ese
descerebrado de Pío Moa sobre la culpabilidad de la izquierda en el fin
de la II República: aquella experiencia democrática española habría
terminado no en el 36, con el alzamiento fascista, sino en el 34, con la
sublevación de los mineros de Asturias.
Olvida interesadamente esa derecha revisionista de la historia contra
qué se estaban alzando los mineros asturianos y la izquierda española:
contra Gil Robles.
¿Eran Gil Robles y su partido -la CEDA- unos fascistas o unos nazis?
Estrictamente hablando tal vez no, pero las declaraciones del "jefe"
(Gil Robles) a su vuelta del viaje que hizo a la Alemania nazi -llenas
de admiración hacia la experiencia hitleriana- no son precisamente las
de un demócrata "de toda la vida", ¿no?
Os dejo con un artículo de la historiadora Marta Bizcarrondo, donde
comenta este asunto.
Agustí Roig
*************************************************
TRIBUNA: MARTA BIZCARRONDO
Octubre del 34: las dos memorias
Marta Bizcarrondo es catedrática de Historia Contemporánea.
EL PAÍS - Opinión - 08-10-2004
En su tiempo, la insurrección obrera de octubre de 1934 en Asturias
pareció demostrar que era posible repetir en España las dos fases de la
revolución rusa de 1917. Por eso, Santiago Carrillo y Amaro Rosal, ambos
socialistas de izquierda, titularon en 1935 Octubre: segunda etapa el
folleto en que defendían la reiteración en la táctica revolucionaria. El
heroísmo de los mineros en lucha y la brutalidad de la represión militar
fueron las dos caras de una imagen mítica destinada a durar. Al otro
lado de la Guerra Civil, la identificación entre la personalidad
histórica de Asturias y su vocación revolucionaria resurgió con las
huelgas de 1962, apagándose luego sólo paulatinamente. Un último eco
puede rastrearse en las estrofas del canto de Víctor Manuel a su tierra
natal, donde Asturias da prueba de su reciedumbre, al jugarse por dos
veces la propia vida en ocasiones sucesivas. Obviamente, en octubre de
1934 y en julio de 1936. No obstante, muy pronto el referente de la
insurrección fracasada dejó de ser la clave para los planteamientos
políticos de la izquierda. De cara a las elecciones de febrero de 1936,
importó sobre todo la imagen de represión, con la fotografía del cuerpo
torturado del periodista Javier Bueno, las condenas a muerte y los
treinta mil presos. Soplaban ya nuevos vientos con el reconocimiento de
que el antifascismo constituía la absoluta prioridad para las
organizaciones obreras. En las distintas variantes del Frente Popular
quedaron fuera de campo las segundas etapas.
Para la derecha, tanto en Asturias como en Cataluña, el desenlace de
octubre representaba la contrarrevolución inacabada. Tuvo lugar lo que
José María Gil-Robles denuncia como "el abuso manifiesto de las
amnistías y los perdones". Muchos encarcelados, pero pocos fusilados.
Suspensión temporal de instituciones como la Generalitat y de leyes
reformadoras del primer bienio republicano, sin que el régimen se viera
afectado. Aquí sí resultaba imprescindible la segunda etapa: "Contra la
revolución y sus cómplices" fue la consigna de la CEDA para las
elecciones de 1936.
La reciente historiografía neoconservadora ha insistido, sin embargo, en
que es octubre de 1934 el momento de quiebra definitiva de las
instituciones republicanas y, consecuentemente, el punto de partida de
la Guerra Civil. Julio del 36 no sería sino la respuesta aplazada al
levantamiento obrero. Tal opinión de panfletarios conversos es
compartida en lo esencial por historiadores más profesionales. La puesta
en marcha del movimiento, el 4 de octubre, como respuesta a la entrada
en el Gobierno de tres ministros de la CEDA había sido para ellos "un
despropósito", ya que la organización del catolicismo político compartía
con el republicanismo de Lerroux el espacio del centro-derecha al cual
dieron su voto los electores un año antes. Al parecer, ni Gil-Robles era
el austriaco Dollfuss, ni tampoco Dollfuss era Hitler (por supuesto que
no; tampoco Oliveira Salazar o Franco eran nazis, lo cual no les privó
de ser profundamente reaccionarios, lo mismo que el canciller austriaco
tras aplastar a la socialdemocracia en febrero de 1934). En la medida en
que "el historiador" prescinde lisa y llanamente del más mínimo análisis
del contexto, de las ideologías y de las mentalidades, puede conducir a
la grey de sus lectores hacia la interpretación de fachada equidistante
que le dicta o les dictan su sentido común, no los datos. Y claro, una
huelga general que desemboca en insurrección obrera es algo muy mal
visto en estos tiempos: así que condena retrospectiva y sanseacabó.
La cuestión no es justificar, y menos "exculpar", al Octubre español,
sino someter a prueba el supuesto asumido entonces por el PSOE y por la
UGT de la insurrección preventiva. A este efecto, hay que revisar cuál
era el contexto europeo y qué riesgo para la democracia podía entrañar
el ingreso de la CEDA, dirigida por José María Gil-Robles, en un
Gobierno de coalición con el Partido Radical. Ante todo, hace falta
recordar que los antecedentes de Alemania 1933 y de Austria 1934 eran
todo menos tranquilizadores; de ahí que fueran juzgados desde la
izquierda como pruebas, primero de que la democracia por sí misma era
incapaz de resistir a "la voluntad de poder" del fascismo, y segundo, de
que el apego a los procedimientos legales de la socialdemocracia llevaba
al suicidio al conjunto del movimiento obrero. Acudamos para Alemania al
balance establecido por el nada radical Ernst Nolte: "En pocos meses,
Hitler llegó a lograr lo que ningún político burgués antes que él había
podido hacer: eliminar de la escena política al Partido Comunista, al
Partido Socialista y a los sindicatos". En cuanto al canciller Dollfuss
en Austria, líder del catolicismo político, desde su llegada al poder en
mayo de 1932 había ido desmantelando paso a paso el régimen
representativo y las organizaciones obreras, prosiguiendo la labor de lo
que se llamó el fascismo clerical, iniciada a fines de los años veinte.
La creación de campos de concentración en septiembre de 1933, el
gobierno mediante decretos de urgencia y los límites puestos a la
libertad de prensa fueron otros tantos hitos en la marcha hacia un
régimen explícitamente "autoritario". Resulta inexplicable que un
historiador o publicista riguroso ignore esos antecedentes del
levantamiento socialdemócrata de febrero de 1934. Con la mira puesta en
un ordenamiento corporativo a la italiana, apoyado en la supresión de
todo pluralismo, Dollfuss escribía el 22 de julio de 1933 a su mentor
Mussolini: "Hemos construido el Frente Patriótico sobre la base del
Führerprinzip y yo mismo soy el Führer de ese Frente". Democracia
cristiana pura, como apreciará el lector. Ello es compatible con el
rechazo de un austriaco como Dollfuss a la hegemonía de la Alemania de
Hitler. Por eso le mataron los nazis austriacos.
¿Había motivos para temer que el "jefe" de la CEDA fuera el Dollfuss
español, tal y como pensaron muchos socialistas? Demos la palabra a José
María Gil-Robles, portavoz como Dollfuss de un catolicismo político
opuesto a la democracia. El catedrático de Salamanca había sido elegido
en noviembre de 1933 dentro de una "candidatura antirrepublicana" (sic)
poco después de regresar de la Alemania de Hitler. Miraba con simpatía
la experiencia nazi, aun sin suscribir enteramente una política cuyos
supuestos "panteístas" le era imposible compartir, en buen católico. A
su juicio, "en el fascismo hay mucho de aprovechable": entre otras
cosas, "su neta significación antimarxista, su enemistad a la democracia
liberal y parlamentaria", y un "aliento juvenil" opuesto al "desolador y
enervante escepticismo de nuestros derrotistas e intelectuales". "Para
mí, la necesidad del momento presente es una derrota implacable del
socialismo", afirma en octubre de 1933. "Nos hallamos como un ejército
en pie de guerra", añade. Objetivo tras la victoria electoral: "El hacer
una España nueva, el hacer un Estado nuevo, el hacer una Nación nueva,
una Patria depurada de masones, de judaizantes, de separatistas...". "En
el mundo entero -juzga- están fracasando el parlamentarismo y los
excesos de la democracia". "El elemento unitario para una política
totalitaria lo encontramos en nuestra gloriosa tradición", concluía.
Franco no lo hubiera dicho mejor, si bien hoy sabemos que el "poder
fuerte" exigido por Gil-Robles, enfrentado a la Constitución de 1931
antes y después de octubre de 1934, se detenía en las puertas de la
dictadura que en cambio propugnaron muchos de sus seguidores. Sin llegar
a ser la CEDA "un auténtico partido fascista", estima el politólogo José
Ramón Montero, "su fascistización, inseparable de sus propósitos
contrarrevolucionarios, fue superior a un mero contagio ideológico
fascista". Y en cuanto a sus juventudes, de nuevo según Montero, las
JAP, habría sido "la organización política más fascistizada de cuantas
existieron en la II República".
La cascada de citas resulta imprescindible para probar que existían
poderosas razones para temer que el acceso al poder de la CEDA
constituyese la antesala de la supresión del régimen democrático. Tal
había sido el camino trazado por Dollfuss en Austria y las palabras de
Gil-Robles eran aún más rotundas que las del canciller de bolsillo
austriaco. Por ese motivo, los dirigentes socialistas confiaron hasta el
último momento, el 3 de octubre de 1934, en que el presidente
Alcalá-Zamora mantuviera cerrada la puerta del Gobierno a un partido tan
netamente anticonstitucional. "Hasta que no lo vea en la Gaceta, no lo
creo...", dijo al parecer Largo Caballero. Otra cosa es que la
radicalización socialista desde mediados de 1933 tuviera como base una
interpretación primaria de lo que era una política socialista en
democracia, con una propensión asimismo suicida a responder mediante la
insurrección a un eventual giro político a la derecha. Salvo Indalecio
Prieto y Fernando de los Ríos, los socialistas habían tenido enormes
dificultades para racionalizar su participación en el Gobierno entre
1931 y 1933; lo propio del socialismo consistía en lograr reformas
sociales y consolidar la República, pero sorprendentemente la democracia
en cuanto tal no entraba aún en su estrategia. Además, a la altura de
1933, cobra cada vez mayor fuerza el espejismo consistente en presentar
a la URSS como una solución definitiva, tanto para conseguir un mundo
nuevo para los trabajadores como para derrotar al fascismo y vivir sin
crisis económicas. Nunca fue más apropiada la etiqueta puesta por
François Furet de "la gran ilusión".
En todo caso, tras la derrota del Octubre asturiano (en realidad,
vasco-asturiano-catalán), las aguas volvieron a su cauce con el
establecimiento del Frente Popular, cuya victoria en las urnas quisieron
cedistas y militares anular desde un primer momento. A excepción de
Falange, los partidos de derecha conservaron todos sus derechos hasta
julio de 1936, y mientras tanto los militares se dispusieron a preparar
en gran escala lo que algunos ya habían intentado con el golpe de
Sanjurjo en agosto de 1932. Ciertamente, la insurrección de 1934 agudizó
las tensiones que precipitaron la crisis del régimen. A posteriori,
puede decirse que no hizo bien alguno a la democracia republicana. Todo
lo contrario. Ahora bien, nada indica que los generales hubiesen
permanecido en los cuarteles ante una nueva victoria electoral de la
izquierda, ni que sin octubre de 1934 las organizaciones obreras
consiguieran preservar el espíritu de movilización merced al cual
pudieron ofrecer una fuerte resistencia al golpe militar en julio de 1936.
constitucional") anda alegre últimamente con las tesis de ese
descerebrado de Pío Moa sobre la culpabilidad de la izquierda en el fin
de la II República: aquella experiencia democrática española habría
terminado no en el 36, con el alzamiento fascista, sino en el 34, con la
sublevación de los mineros de Asturias.
Olvida interesadamente esa derecha revisionista de la historia contra
qué se estaban alzando los mineros asturianos y la izquierda española:
contra Gil Robles.
¿Eran Gil Robles y su partido -la CEDA- unos fascistas o unos nazis?
Estrictamente hablando tal vez no, pero las declaraciones del "jefe"
(Gil Robles) a su vuelta del viaje que hizo a la Alemania nazi -llenas
de admiración hacia la experiencia hitleriana- no son precisamente las
de un demócrata "de toda la vida", ¿no?
Os dejo con un artículo de la historiadora Marta Bizcarrondo, donde
comenta este asunto.
Agustí Roig
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TRIBUNA: MARTA BIZCARRONDO
Octubre del 34: las dos memorias
Marta Bizcarrondo es catedrática de Historia Contemporánea.
EL PAÍS - Opinión - 08-10-2004
En su tiempo, la insurrección obrera de octubre de 1934 en Asturias
pareció demostrar que era posible repetir en España las dos fases de la
revolución rusa de 1917. Por eso, Santiago Carrillo y Amaro Rosal, ambos
socialistas de izquierda, titularon en 1935 Octubre: segunda etapa el
folleto en que defendían la reiteración en la táctica revolucionaria. El
heroísmo de los mineros en lucha y la brutalidad de la represión militar
fueron las dos caras de una imagen mítica destinada a durar. Al otro
lado de la Guerra Civil, la identificación entre la personalidad
histórica de Asturias y su vocación revolucionaria resurgió con las
huelgas de 1962, apagándose luego sólo paulatinamente. Un último eco
puede rastrearse en las estrofas del canto de Víctor Manuel a su tierra
natal, donde Asturias da prueba de su reciedumbre, al jugarse por dos
veces la propia vida en ocasiones sucesivas. Obviamente, en octubre de
1934 y en julio de 1936. No obstante, muy pronto el referente de la
insurrección fracasada dejó de ser la clave para los planteamientos
políticos de la izquierda. De cara a las elecciones de febrero de 1936,
importó sobre todo la imagen de represión, con la fotografía del cuerpo
torturado del periodista Javier Bueno, las condenas a muerte y los
treinta mil presos. Soplaban ya nuevos vientos con el reconocimiento de
que el antifascismo constituía la absoluta prioridad para las
organizaciones obreras. En las distintas variantes del Frente Popular
quedaron fuera de campo las segundas etapas.
Para la derecha, tanto en Asturias como en Cataluña, el desenlace de
octubre representaba la contrarrevolución inacabada. Tuvo lugar lo que
José María Gil-Robles denuncia como "el abuso manifiesto de las
amnistías y los perdones". Muchos encarcelados, pero pocos fusilados.
Suspensión temporal de instituciones como la Generalitat y de leyes
reformadoras del primer bienio republicano, sin que el régimen se viera
afectado. Aquí sí resultaba imprescindible la segunda etapa: "Contra la
revolución y sus cómplices" fue la consigna de la CEDA para las
elecciones de 1936.
La reciente historiografía neoconservadora ha insistido, sin embargo, en
que es octubre de 1934 el momento de quiebra definitiva de las
instituciones republicanas y, consecuentemente, el punto de partida de
la Guerra Civil. Julio del 36 no sería sino la respuesta aplazada al
levantamiento obrero. Tal opinión de panfletarios conversos es
compartida en lo esencial por historiadores más profesionales. La puesta
en marcha del movimiento, el 4 de octubre, como respuesta a la entrada
en el Gobierno de tres ministros de la CEDA había sido para ellos "un
despropósito", ya que la organización del catolicismo político compartía
con el republicanismo de Lerroux el espacio del centro-derecha al cual
dieron su voto los electores un año antes. Al parecer, ni Gil-Robles era
el austriaco Dollfuss, ni tampoco Dollfuss era Hitler (por supuesto que
no; tampoco Oliveira Salazar o Franco eran nazis, lo cual no les privó
de ser profundamente reaccionarios, lo mismo que el canciller austriaco
tras aplastar a la socialdemocracia en febrero de 1934). En la medida en
que "el historiador" prescinde lisa y llanamente del más mínimo análisis
del contexto, de las ideologías y de las mentalidades, puede conducir a
la grey de sus lectores hacia la interpretación de fachada equidistante
que le dicta o les dictan su sentido común, no los datos. Y claro, una
huelga general que desemboca en insurrección obrera es algo muy mal
visto en estos tiempos: así que condena retrospectiva y sanseacabó.
La cuestión no es justificar, y menos "exculpar", al Octubre español,
sino someter a prueba el supuesto asumido entonces por el PSOE y por la
UGT de la insurrección preventiva. A este efecto, hay que revisar cuál
era el contexto europeo y qué riesgo para la democracia podía entrañar
el ingreso de la CEDA, dirigida por José María Gil-Robles, en un
Gobierno de coalición con el Partido Radical. Ante todo, hace falta
recordar que los antecedentes de Alemania 1933 y de Austria 1934 eran
todo menos tranquilizadores; de ahí que fueran juzgados desde la
izquierda como pruebas, primero de que la democracia por sí misma era
incapaz de resistir a "la voluntad de poder" del fascismo, y segundo, de
que el apego a los procedimientos legales de la socialdemocracia llevaba
al suicidio al conjunto del movimiento obrero. Acudamos para Alemania al
balance establecido por el nada radical Ernst Nolte: "En pocos meses,
Hitler llegó a lograr lo que ningún político burgués antes que él había
podido hacer: eliminar de la escena política al Partido Comunista, al
Partido Socialista y a los sindicatos". En cuanto al canciller Dollfuss
en Austria, líder del catolicismo político, desde su llegada al poder en
mayo de 1932 había ido desmantelando paso a paso el régimen
representativo y las organizaciones obreras, prosiguiendo la labor de lo
que se llamó el fascismo clerical, iniciada a fines de los años veinte.
La creación de campos de concentración en septiembre de 1933, el
gobierno mediante decretos de urgencia y los límites puestos a la
libertad de prensa fueron otros tantos hitos en la marcha hacia un
régimen explícitamente "autoritario". Resulta inexplicable que un
historiador o publicista riguroso ignore esos antecedentes del
levantamiento socialdemócrata de febrero de 1934. Con la mira puesta en
un ordenamiento corporativo a la italiana, apoyado en la supresión de
todo pluralismo, Dollfuss escribía el 22 de julio de 1933 a su mentor
Mussolini: "Hemos construido el Frente Patriótico sobre la base del
Führerprinzip y yo mismo soy el Führer de ese Frente". Democracia
cristiana pura, como apreciará el lector. Ello es compatible con el
rechazo de un austriaco como Dollfuss a la hegemonía de la Alemania de
Hitler. Por eso le mataron los nazis austriacos.
¿Había motivos para temer que el "jefe" de la CEDA fuera el Dollfuss
español, tal y como pensaron muchos socialistas? Demos la palabra a José
María Gil-Robles, portavoz como Dollfuss de un catolicismo político
opuesto a la democracia. El catedrático de Salamanca había sido elegido
en noviembre de 1933 dentro de una "candidatura antirrepublicana" (sic)
poco después de regresar de la Alemania de Hitler. Miraba con simpatía
la experiencia nazi, aun sin suscribir enteramente una política cuyos
supuestos "panteístas" le era imposible compartir, en buen católico. A
su juicio, "en el fascismo hay mucho de aprovechable": entre otras
cosas, "su neta significación antimarxista, su enemistad a la democracia
liberal y parlamentaria", y un "aliento juvenil" opuesto al "desolador y
enervante escepticismo de nuestros derrotistas e intelectuales". "Para
mí, la necesidad del momento presente es una derrota implacable del
socialismo", afirma en octubre de 1933. "Nos hallamos como un ejército
en pie de guerra", añade. Objetivo tras la victoria electoral: "El hacer
una España nueva, el hacer un Estado nuevo, el hacer una Nación nueva,
una Patria depurada de masones, de judaizantes, de separatistas...". "En
el mundo entero -juzga- están fracasando el parlamentarismo y los
excesos de la democracia". "El elemento unitario para una política
totalitaria lo encontramos en nuestra gloriosa tradición", concluía.
Franco no lo hubiera dicho mejor, si bien hoy sabemos que el "poder
fuerte" exigido por Gil-Robles, enfrentado a la Constitución de 1931
antes y después de octubre de 1934, se detenía en las puertas de la
dictadura que en cambio propugnaron muchos de sus seguidores. Sin llegar
a ser la CEDA "un auténtico partido fascista", estima el politólogo José
Ramón Montero, "su fascistización, inseparable de sus propósitos
contrarrevolucionarios, fue superior a un mero contagio ideológico
fascista". Y en cuanto a sus juventudes, de nuevo según Montero, las
JAP, habría sido "la organización política más fascistizada de cuantas
existieron en la II República".
La cascada de citas resulta imprescindible para probar que existían
poderosas razones para temer que el acceso al poder de la CEDA
constituyese la antesala de la supresión del régimen democrático. Tal
había sido el camino trazado por Dollfuss en Austria y las palabras de
Gil-Robles eran aún más rotundas que las del canciller de bolsillo
austriaco. Por ese motivo, los dirigentes socialistas confiaron hasta el
último momento, el 3 de octubre de 1934, en que el presidente
Alcalá-Zamora mantuviera cerrada la puerta del Gobierno a un partido tan
netamente anticonstitucional. "Hasta que no lo vea en la Gaceta, no lo
creo...", dijo al parecer Largo Caballero. Otra cosa es que la
radicalización socialista desde mediados de 1933 tuviera como base una
interpretación primaria de lo que era una política socialista en
democracia, con una propensión asimismo suicida a responder mediante la
insurrección a un eventual giro político a la derecha. Salvo Indalecio
Prieto y Fernando de los Ríos, los socialistas habían tenido enormes
dificultades para racionalizar su participación en el Gobierno entre
1931 y 1933; lo propio del socialismo consistía en lograr reformas
sociales y consolidar la República, pero sorprendentemente la democracia
en cuanto tal no entraba aún en su estrategia. Además, a la altura de
1933, cobra cada vez mayor fuerza el espejismo consistente en presentar
a la URSS como una solución definitiva, tanto para conseguir un mundo
nuevo para los trabajadores como para derrotar al fascismo y vivir sin
crisis económicas. Nunca fue más apropiada la etiqueta puesta por
François Furet de "la gran ilusión".
En todo caso, tras la derrota del Octubre asturiano (en realidad,
vasco-asturiano-catalán), las aguas volvieron a su cauce con el
establecimiento del Frente Popular, cuya victoria en las urnas quisieron
cedistas y militares anular desde un primer momento. A excepción de
Falange, los partidos de derecha conservaron todos sus derechos hasta
julio de 1936, y mientras tanto los militares se dispusieron a preparar
en gran escala lo que algunos ya habían intentado con el golpe de
Sanjurjo en agosto de 1932. Ciertamente, la insurrección de 1934 agudizó
las tensiones que precipitaron la crisis del régimen. A posteriori,
puede decirse que no hizo bien alguno a la democracia republicana. Todo
lo contrario. Ahora bien, nada indica que los generales hubiesen
permanecido en los cuarteles ante una nueva victoria electoral de la
izquierda, ni que sin octubre de 1934 las organizaciones obreras
consiguieran preservar el espíritu de movilización merced al cual
pudieron ofrecer una fuerte resistencia al golpe militar en julio de 1936.